Hay una frase que me he repetido en muchas ocasiones. Una idea que ha llegado a convertirse en un mantra a lo largo de mi vida.
No encajo.
No encajo.
No encajo.
La niña que jugaba al fútbol, la que brincaba con chicos, la chica que soñaba con ser deportista, la amiga que bailaba sin alcohol en las discotecas. La que viaja a Nueva York y se compra pelotas de béisbol de recuerdo en lugar de comprar ¿tangas? o visitar un outlet.
Siempre he mirado el mundo a través de unas gafas que yo he creído diferentes a las de los demás.
La brillante
dice una frase muy potente: Si te tienes que agachar, ahí no es. Con solo ocho palabras nos sitúa en el centro de la ecuación. Con la capacidad de valorar lo que somos, de ponernos en nuestro lugar. Y analizar que no todo vale. Que no todo nos debe servir. Que nos merecemos mucho.He pensado sobre ello. En ese mantra con el que mi cerebro me ha martilleado tantas veces.
Y quizás no es necesario encajar. Es posible que todos tengamos la misma sensación. Quizás andemos haciendo un esfuerzo, totalmente vano, de encajar en algún sitio. Pensando que los demás han encontrado ya su hueco.
Tal vez caminemos por la madriguera, dando vueltas, buscando algo que no existe. Una sensación tal vez de llegar a puerto, de tocar mare, de alcanzar la meta y sentirnos en calma. Y quizás, este no es el camino.
Hace años me sorprendían, por lo distantes, las mujeres perfectamente maquilladas, las que no tenían ni un vello en el cuerpo o las que combinan su ropa interior a la perfección. También aquellas personas que parecen saber cómo actuar en cada momento, o las que parecen no titubear para diferenciar lo que está bien de lo que está mal. Personas para las que no hay grises, supongo. Pero de las que seguramente tampoco me diferencio tanto (excepto lo de la ropa interior, que es una quimera).
En mi caso, salvo certezas excepcionales, parezco navegar por la vida en una duda constante. Un mirar a los lados, un buscar respuestas. Y es que, si la duda cotizara en Bolsa, yo sería millonaria.
Pero esa realidad tampoco está tan mal. Quién pone el marco para que encajemos, quién determina las medidas. Por qué no podemos ser nosotras mismas. Auténticas, con nuestra gama de grises, de alegría, tristeza o locura. Nuestras propias genias.
Quizás no hace falta encajar. Ni cuando somos críos, ni cuando somos jóvenes, ni ahora en la edad adulta.
Ante la sensación de no estar en el sitio adecuado tenemos la opción de cambiar de sitio. Sí. De buscar un entorno que nos sea más propicio, que nos haga sentir mejor, más cómodas en nuestra auténtica dimensión, sin empequeñecer. Sin menospreciar lo que somos.
También tenemos la opción de aceptarnos, de valorarnos, de limar quizás aquello que queremos mejorar, de apostar por lo que nos acerca a lo que queremos, de avanzar, de seguir creciendo.
La vida puede ser sencilla.
Y, con seguridad, será más mullida si nos tratamos bien y aceptamos lo que somos y lo que valemos.
Creo que lo de no encajar suele ser mayor preocupación en la adolescencia, sobre todo. Luego algunas como yo crecen y ya ni le ven sentido a querer llevar cierto uniforme a toda costa. Interesante tu texto.
Precioso texto. Creo que todas las mujeres nos hemos sentido así en algún momento. No es que no encajemos, sino que no nos dejan encajar donde queremos. Y desde pequeñas nos meten el molde.
Aquí una niña que no le dejaron jugar a fútbol y luego se sintió perdida.