A finales de verano, en una cena con amigos, me llamó la atención el uso de la acepción Ser de luz. En la conversación, una pareja hablaba de un compañero de sus hijos. Un chaval con ciertas características que le podrían convertir en víctima de burlas e insultos según los padres. Cuando estos advirtieron a su hijo que este chico podía ser objeto de discriminación por parte de los compañeros y había que protegerlo, su hijo contestó extrañado:
—¿Meterse con él? Imposible. Es un ser de luz.
Sus padres, ante semejante argumento inapelable, no insistieron. El tema no admitía réplica.
Desde entonces confieso que tengo la atención puesta en encontrar seres de luz en mi camino. Encontré uno al poco tiempo, en el cumpleaños de una amiga de mis hijas. Un tipo de estos de mirada franca, transparente, que tiene gracia para dirigirse a las niñas, que se implica con el colegio, que lo imaginas con dificultad en un conflicto y fácilmente como un hombro amigo.
Hay seres de luz. Que iluminan a su paso. Que simplifican una situación incómoda. Que disipan una mala vibración con su energía.
El pasado viernes, sin ir más lejos, encontré una persona que era pura luz en el hospital. Una chica joven, enfermera, que transformó el pánico de una niña en una sonrisa, en un miedo pasajero. Mientras, alrededor, un grupo de sanitarias ataviadas con gorros de tela y yo asistíamos atentas a la transformación, a esa magia que convertía el horror en pura anécdota. Expectantes, intrigadas, asombradas y agradecidas, en mi caso sobre todo, ante tal milagro.
Siempre he sentido una gran admiración por las personas que se dedican a la sanidad. Desconozco cómo serán en casa pero realizan verdaderas hazañas en su trabajo. Y hacen una gran labor en momentos en los que te sientes vulnerable, diminuta, perdida. Me admira su entereza en un entorno que a mí me atenaza.
Lo vi incluso con mi padre. Él trabajó gran parte de su vida en el hospital, con distintas responsabilidades. Era entrar allí y su carácter se transformaba. Entraba en contacto con pacientes y su sonrisa era otra. Yo conocí una versión de él entre esas paredes, entre todas aquellas sábanas con el logo de la sanidad valenciana, que son para mí como una imagen de la niñez. Como algo que siempre ha estado ahí. Entre batas y zuecos blancos.
Porque cuando estás enferma o lesionada, cuando entras en esos edificios de paredes blancas y caras preocupadas, pierdes parte de tu identidad para convertirte en una paciente más, de los cientos que pasan cada día. Y es entonces cuando se agradece un trato humano que te recuerde que eres tú, y no otro u otra, la persona que está debajo de ese camisón azul atado a la espalda.
Es cierto que no todo el mundo es así, que no todas las personas con las que te cruzas tienen su mejor día, pero muchas de ellas, con muy poco, con una palabra de cariño, con un tono amable, son capaces de transformar una situación y convertirla en algo que incluso recuerdas con cierto cariño.
Solo con un gesto.
Gracias Ester.
Ojala nos cruzásemos con más personas así a lo largo del día y sobre todo en momentos críticos. Es tan sencillo sonreír y lo hacemos tan poco. Una sonrisa de un desconocido o una palabra amable es mucho más de lo que imaginamos, puede darnos un minuto de aliento para seguir o arreglarnos el día. Tratemos de ser buena gente.