Obernai. Alsacia francesa. Agosto 2023.
Son las 23.30 horas y no se ve ni una luz.
Salgo a fregar los cacharros con las niñas atravesando nuestra guirnalda de lucecitas solares. No se oye nada. Ni una voz. Absoluto silencio entre un montón de caravanas y autocaravanas. El aire huele a hierba mojada.
En nuestra parcela, las bicis esperan que llegue la mañana. La cocina, recogida, espera ser encendida para el desayuno.
Somos los únicos despiertos, los que más tarde cenan, los que más tarde se acuestan. Por mucho que intentemos mover nuestros horarios, nos cuesta horrores. Lo conseguimos un día, dos a lo sumo. Rápidamente volvemos a caer en nuestras rutinas. En ese querer estirar el día y el tiempo, y los juegos. A veces las riñas.
Mis hijas argumentan sin pestañear que es porque somos los únicos españoles.
Así. Como si con esa frase no hiciera falta explicar nada más.
Hace unas semanas tuvimos invitados en casa. Unos buenos amigos con dos hijos. La mayor, de 16 años, hablaba con alivio de haber superado la niñez, la imagen y sus aficiones de la infancia.
Lo decía con cierto desprecio a su yo del pasado, a esa niña que disfrutaba cantando y bailando. Su madre le decía que no había por qué renunciar ni sentirse avergonzado de nuestra imagen pasada.
Y es que somos lo que somos hoy día por todos los yos que hemos ido superando, atravesando o dejando atrás en el pasado.
Tras escuchar su rechazo a esa imagen de sí misma, me pregunté por qué somos tan intransigentes con nosotros mismos. Por qué nos solemos juzgar tan duramente. Por qué no practicamos la empatía con nuestros yos del pasado, que actuaron desde el corazón, la ilusión o la inocencia. Vivieron, simplemente.
Nos es mucho más fácil aceptar las carencias o debilidades de los demás. Aceptamos con un levantamiento de hombros que son de determinada manera y no somos capaces de hacer eso mismo con nosotros.
Nos ocurre en ocasiones cuando vemos fotos del pasado, cuando observamos con sonrojo nuestras ropas o las payasadas que hacíamos. Y qué más da, me pregunto. Qué hay que demostrar. Somos todas esas yos. Las que se equivocaron, las que acertaron, las que crecieron, las que se quedaron atrapadas en alguna situación. Todas y cada una de ellas. Las que lloraron tontamente y rieron a carcajadas.
Las que se morían por ponerse hombreras, o fumar, o bailar como posesas. Las que intentaron aprender a esquiar y vinieron con mil golpes y dos mil carcajadas. Las que nos miran con complicidad desde esas fotos algo descoloridas.
Y aquí estamos. Con un camino aprendido. Con nuestras experiencias, con la mochila más llena.
Creo que si nos miráramos con más indulgencia, si nos dijéramos algún piropo cuando nos asalta nuestro careto en el espejo, todo sería más fácil.
PD. Releo textos escritos en verano y me regodeo en las fotos. En esa sensación de libertad. En ese olor a verano, a días eternos, a planes infinitos.
Volvamos a repetir esas vacaciones ya!!!!