He pasado unos días cerca del mar. A la vuelta de una de esas jornadas de baño en un mar tranquilo y pausado, el atardecer iba conquistando lo que quedaba del día, con un tono dorado que impregnaba los campos de arroz y los cañaverales.
El calor sigue presente, con menos intensidad a esta hora de la tarde. Recorro en coche una solitaria carretera local al son de Mira cómo bailan, de Pablo López.
Observo las líneas sinuosas de la carretera. Parecen más luminosas. Me deslizo. Disfruto del paisaje. El corazón se eleva al ritmo de la música. Mi ánimo también.
Hay momentos en que todo encaja. El ánimo, la mente, la vivencia, la expectativa tal vez. Y el puzle aparece ante ti. Completo.
Qué capacidad tiene la música de elevarnos, de llevarnos a otro lugar, de aportar valor, textura, emoción, a una situación.
Canciones que hacen saltar el corazón, que te obligan a parar, a sentir, a vivir un momento especial. Aunque sea el instante más insignificante.
A veces siento que sin banda sonora la vida es menos vida. Que la música tiene la capacidad de hacernos volar, de hacernos sentir, de elevarnos.
El verano da para muchas interpretaciones.
Mi amiga Laura me comentó en uno de esos días de trabajo previos a las vacaciones, que ese preciso instante era el mejor de ese periodo. Que una vez comienza el descanso estival, se atisba también su final. Que lo más preciado era justo ese día en que estás a punto de comenzarlas.
Quizás por esa resistencia que sentimos a vivir el presente, por esa dificultad que implica celebrar cada momento que vivimos, sin pensar en un futuro que aún no ha llegado ni en un pasado que ya no podemos cambiar.
Hoy vivo mi víspera de vacaciones y desde que me lo dijo imagino este día como un enorme tobogán en un parque acuático.
Estamos en el borde, moviendo los dedos desnudos que asoman tímidamente al precipicio. Con un aleteo en el estómago, con los nervios alerta y la sonrisa plena. Con la mente abierta a las emociones, con un montón de expectativas (a veces demasiadas). Dispuestos a saltar, a mojarnos, a disfrutar.
Cómo se nos llena el pecho. Ese elevarnos, ese caminar algo más ligero gracias a la ilusión, a lo desconocido, a romper con la rutina. Y nos lanzamos. Esperando que todo sea como lo hemos previsto.
Y mientras saboreo ese cosquilleo, ando capeando temporales en forma de riñas de preadolescentes y pequeños malentendidos entre adultos. Y visualizo en mi mente lo que quiero: que este verano sea ni más ni menos que como todos los veranos, un periodo en el que aprendemos, en el que vivimos cosas diferentes, en el que nos llenamos los bolsillos de recuerdos y vivencias.
El verano como ese tiempo para conectar con otras cosas, con la creatividad, con la belleza, con la calma. Elementos que se cuelan por la ventanita que deja vacía la prisa.
Y es que la vida, y el verano, es esto. Tanto la riña absurda de las niñas como un atardecer dorado en buena compañía.
Un buen plan sería quitarle hierro a las cosas, disfrutar más de los pequeños momentos, estar más abiertos a la risa, mirar con una sonrisa a nuestro alrededor. Respirar. Vivir el presente. Abrazarnos y abrazar a los demás. Y dejar la rigidez para otro momento.
Tirémonos por el tobogán.
Disfrutemos de este momento. Es la antesala de los que vendrán.
Cómo disfruto leyéndote!
Tienes un estilo muy sutil y preciso para describir emociones y momentos.
Hoy me has recordado a Virginia Wolf.
Gracias y un abrazo
Pues si, Isabel, sin música nada sería igual. Ese es el regalo más grande y bonito que me ha podido hacer mi padre. Se lo agradeceré eternamente. Desde tener el tocadiscos siempre encendido a inculcarme lo que la música puede llegar a transmitirnos.
Disfruta del verano todo lo que puedas☺️. Aquí hace mucho frío y estamos en mitad del curso escolar 🤦🏼♀️☺️.
Un abrazo grande