Hace unas semanas comí con un buen amigo. Al preguntarme por mi verano - nos vemos de tanto en tanto - le respondí que había sido uno de los mejores veranos de mi vida. Ante su sorpresa por semejante afirmación, intenté buscar una razón.
Quizás el haber hecho una escapada sin niñas, sin perro, sin mochila. Con esa ligereza que te dan los pies frescos y el corazón contento. Con ese relajo que emana de reducir la democracia de 4 a dos. Y a ratos, de dos a uno. Ese no tener que consensuar cada comida, cada restaurante, cada paso. Intentando lograr un equilibrio condenado al fracaso.
Días más tarde me di cuenta de que la explicación no era esa. La razón de mi felicidad y satisfacción veraniega se debió más bien a que no tuve la sensación de estar sacrificando mi tiempo. Hice lo que quería, lo que me apetecía. Y cuando tuve que hacer algo que quizás era más obligación que placer, tal vez me lo tomé de otra manera.
Y esa sensación de control, de llenar mi vida de mí me hizo sentir algo parecido a lo que deben sentir las superheroínas.
Tras el descanso navideño, hablaba con una amiga sobre la presión que existe en Navidad y la fuerza del mensaje sobre la familia unida, la ilusión, las risas, el tener a todos a tu alrededor, comiendo, bebiendo, haciendo todo lo que se supone que debes hacer.
Una presión enorme sobre todo para aquellas personas que no tienen todo ese amor alrededor, o toda esa familia numerosísima llena de cariño. Días que para algunas personas - muchas de ellas mayores - se hacen eternos.
Y me pregunté entonces dónde está el ansiado equilibrio. Entre conservar tradiciones que te anclan al suelo y mantener la cordura o el sufrimiento a raya. Entre mantener la ilusión y frenar una complicación que duela.
En mi caso me empeño en mantener algunas tradiciones pero creo que habrá que dejarlas pasar cuando nos ahoguen, cuando algo en nuestro cuerpo nos chirríe. Quizás haya que adaptarlas, hacerlas evolucionar, quizás normalizar que no sentir ese tsunami de amor y de ilusión no es un crimen por el que vayan a pedir recompensa.
A veces nos dejamos llevar y sacrificamos tiempos preciosos sin darnos cuenta siquiera. Creo que vale la pena no perder de vista que somos dueñas y dueños de nuestro tiempo. Que tenemos el poder de decidir. Que podemos reservar un pequeño espacio para nosotros, para ese pequeño instante que nos hace sentir bien.
No nos olvidemos de lo que nos gusta, de lo que nos hace felices.
Adaptemos lo que hacemos sin perder el rumbo.
Tanto en nuestras obligaciones como en nuestros placeres.
Todos los días del año.

Pd. Encantada de volver por aquí. A por otro año más.
Cómo siempre, me encanta!
Yo siempre estoy encantada de leerte 🤣🤣.
Pues verás Isabel, cuando estaba leyendo todo lo referente a la Navidad, a esos estándares establecidos y exigentes, pensaba en mi. En todo lo que dejé atrás al salir de España. Veintinueve años de mi vida rodeada de hermanas, padres, amigos y familia. Ahora, nueve años después, he creado mis tradiciones. Muchas Navidades hemos pasado solos, con un niño pequeño y otro recién nacido. O dos niños y el tercero recién nacido. La vida se presenta de una manera y hay que aceptarlo y adaptarse, pero con alegría.
Es cierto que quizá no es lo mismo cuando esa soledad no es deseada. Son días difíciles. Pero si eres feliz contigo mismo, que mejor compañía que esa? ☺️
Permitirse un viaje sin los niños es otra vida 🤣🤣🤣, muy necesaria también ☺️
Perdona, Isabel, hoy me he enrollado mucho.
Un abrazo enorme