Dicen que los seres humanos somos gregarios, sociales. Nos comparamos con los demás, formamos nuestra identidad como parte de un grupo. Buscamos la aceptación y el reconocimiento social.
Observamos lo que hacen las personas que nos rodean y en base a ese comportamiento, tomamos posición, decisiones, nos vestimos, nos peinamos, actuamos o nos quedamos paralizados. Vivimos, en definitiva.
Por eso es tan importante cuidar de quién nos rodeamos. A quién tenemos como referente. De quién nos nutrimos, en quién nos vemos reflejados.
Se habla mucho del entorno trampolín. Reconozco que siempre lo había interpretado como ese grupo de personas que te animan, que te apoyan. Porque te aprecian o porque tienen intereses parecidos a los tuyos. Sin juzgarte. Son como un colchón mullido, como el abrazo de un amigo, como estar por fin en casa tras un día horrendo.
Es tal la influencia del grupo que en muchas ocasiones no movemos ficha hasta que vemos a uno de los “nuestros” tomar una decisión diferente, más arriesgada, más ambiciosa, más amplia. Un movimiento que nos trastoca y nos hace replantearnos nuestra propia forma de actuar.
Recuerdo un momento concreto en mi vida. Vivía en casa de mi madre. Había terminado la carrera y estaba haciendo prácticas. Había quedado con una amiga para jugar al tenis. Ese día, mi amiga me dijo que no podía quedar porque el médico le había mandado reposo. Me lo comentó como quien comenta una adivinanza, esperando que la otra persona acierte. Yo, torpe, no entendí nada.
Mi amiga estaba embarazada. En aquel momento me observé a mí misma con mi mirada más ácida. Vivía en casa de mi madre, no tenía pareja, no tenía casa, no tenía trabajo. Me sentí fatal. Sufrí uno de esos arrebatos de rabia y de autocompasión en el que echas por tierra cualquier cosa positiva que hubieras podido hacer hasta ese momento.
En aquel justo instante tomé la determinación, como quien decide ir a por el pan, de que era el momento de vivir sola, de tener mi casa, mi espacio. Decidí que era el momento de avanzar. Y, por esas cosas del destino o de la casualidad, al poco encontré lo que sería mi hogar: un segundo piso sin ascensor totalmente hecho a mi medida, en el que viví feliz unos cuantos años hasta que me mudé a un piso más grande.
Recientemente, he visto cómo una de las personas de mi entorno ha realizado un movimiento ascendente para probar algo diferente. Una maniobra que me ha sorprendido porque aspira a algo que no esperaba, a un puesto que no está en nuestro entorno habitual. Cuando algo así ocurre, sientes que la burbuja en la que vives, o mejor dicho, la pecera en la que te recluyes, muestra de pronto un agujerito por el que salir.
Quizás no quieras salir, tal vez no es tu momento. Es posible que no hayas encontrado eso que te gustaría hacer, aquello que te haría feliz, pero es cierto que ese pequeño movimiento ajeno te hace vislumbrar que el cambio es posible. Que tal vez el techo que vemos encima es autoimpuesto. Que incluso nos atamos corto a la hora de soñar.
Y compruebas que se puede soñar alto y fuerte, que no tenemos porqué ceñirnos al plan que teníamos. Que podemos cambiarlo. Que es nuestra vida. Y podemos malearla a nuestro antojo. Al menos, ya sé que no todo depende de uno mismo, intentar dirigir nuestros pasos con las decisiones que sí controlamos hacia eso que soñamos.
Por eso es tan importante de quién nos rodeamos. Por eso es relevante que ese grupo que tanto nos influye nos nutra, nos haga crecer, nos permita ver posibilidades que ni siquiera habíamos contemplado. Un grupo de personas con las que compartir inquietudes, con las que podamos impulsarnos mutuamente, en el que encontremos referentes que nos animen a salir de la pecera si es lo que queremos.
Porque hay mundos ahí fuera.
Porque es lícito, y bonito, y necesario soñar en grande.
Gritar más fuerte. Abrazar apretado. Reír más a menudo.
Y seguir avanzando.
Pd. Escribiendo sobre la fuerza y la importancia del grupo, me ha venido a la mente una frase de nuestros padres. Un enunciado que seguro hemos repetido las personas que tenemos descendencia:
—Y si ves a fulanito tirarse del precipicio, ¿tú también te vas a tirar?
Y la respuesta, si pensamos un poco más allá del ejemplo concreto y tonto de una chiquillada, es:
—SÍ.
Si veo que los demás se atreven, si veo que tiene sentido, si veo que ganamos con el cambio, tal vez sí me atreva.
🤣🤣🤣 me has sacado la sonrisa al final, Isabel. Cuántas veces me habrá dicho mi madre esa frase cuando era adolescente? ☺️.
Pues la verdad es que cuando te encuentras con gente que es trabajadora o amable o visionaria o como la quieras calificar, pero que te contagian, piensas que tú también puedes hacer algo al respecto. No ceñirte al plan, sino cambiar, replantearte tus sueños y ver que tienen posibilidades.
Antonio Machado escribió esto: “Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar”. ☺️
Un abrazo, Isabel
"Que tal vez el techo que vemos encima es autoimpuesto. Que incluso nos atamos corto a la hora de soñar.
Y compruebas que se puede soñar alto y fuerte, que no tenemos porqué ceñirnos al plan que teníamos. Que podemos cambiarlo. Que es nuestra vida. Y podemos malearla a nuestro antojo."
"Porque es lícito, bonito y necesario soñar en grande."
Lo comparto plenamente, T·O·D·O!!
PD: qué sensación de sincronía infinita me ha dado cuando he visto el título y, al leerlo, que hablabas del entorno. Mismo tema de fondo, distinto enfoque para estos post de domingo.
Me ha encantado @Isabel Sobejano. 😍