Una pequeña silueta se asoma por la puerta de la habitación. El contorno de una niña pegada a una almohada se recorta en una oscuridad solo quebrada por una de esas pequeñas luces quitamiedos de la habitación contigua.
Se sube a la cama y llora al instante.
—Tengo miedo del cole. Quiero estar contigo.
La abrazo y estiro de ella para que apoye su cabeza en mi hombro. Sus lágrimas mojan mi piel. Al instante, su respiración se calma. Sus ojos descansan. Ya no oigo sus gemidos. Acaricio su pequeño cuerpo, que vuelve a conciliar el sueño.
Me asombra ser refugio. Propiciar esa sensación de paz.
Recuerdo cuando acababa de dar a luz. Si escuchaba la palabra mamá entre sollozos de una criatura que evidentemente no era la mía, mi cuerpo sentía un escalofrío que daba paso a la secreción de leche. Todo un mecanismo natural se ponía en marcha. Un instinto de protección totalmente irracional. E incontrolable. Una energía que tal vez se instala en ti sin siquiera pretenderlo.
Me emociona esa idea de tocar mare. Ser refugio, ser calma, ser entorno seguro para alguien.
¿Por qué algunas familias no logran mantener ese vínculo? ¿Por qué en ocasiones dejamos de sentir esa sensación de protección? ¿Y por qué otras personas sí consiguen conservar ese refugio?
Creo que a menudo damos a entender como adultos que cuando eres mayor te tienes que bastar solo. Autosuficiencia, responsabilidad, autonomía, independencia. Hacerse mayor, supongo. Con todo lo que ello conlleva.
Hay familias que tal vez no aprenden a expresar sus emociones. No lo hacen de pequeños y menos aún de adultos. En ese caso, admitir que eres vulnerable, que necesitas ayuda, que hay días en que querrías esconderte detrás del sofá y no salir, es algo totalmente inviable. Y buscar esa mano, ese abrazo, ese refugio en los que te han visto crecer, no parece una opción.
Y aunque hayamos sentido esa gran protección de pequeños, nos hacemos mayores y empezamos a volar alto. En solitario. Sin esa mano que empujaba nuestra bicicleta con ruedines. Y quizás hemos estirado tanto esa cuerda que nos unía a nuestros mayores que ya no hay posibilidad de sentir ese refugio. Tal vez estamos oxidados y no sabemos cómo mostrarnos sin todas esas capas que hemos ido añadiendo año tras año. Aunque queramos.
Y con los años vamos sumando refugios. Un buen amigo, una actividad, una pasión, una belleza llena de calma, un hogar. Y buscamos sentirnos arropados como en un sofá mullido delante de una chimenea encendida.
Creo que es importante tener claro cuál es nuestro refugio. Qué es lo que nos hace sentir a salvo. Quiénes son esas personas que nos hacen sentir en casa. Para cuando llegue la tormenta, para cuando el barco zozobre, o para cuando simplemente tengamos un mal día. Que pasará, sin duda. Pero qué importante es sentirte a salvo, encontrar un asidero cuando el viento sople demasiado fuerte.
Tal vez eres de los que necesita liberarse de adrenalina, soltar lastre, gritar, bailar como una cosaca… o perderte en las páginas de un libro, en los colores transparentes de una acuarela, en los colores y olores de un guiso en tu cocina…
O quizás eres de esas personas afortunadas que conservan ese refugio en esas manos cálidas, en ese abrazo largo, en esa casa que te vio crecer.
Sea como fuere, gracias a esas personas que son refugio, que son calma, que son risa y alegría, que son paz. Gracias por estar ahí, por existir. Somos muy afortunados por tenerlas.
Pd. Esa sensación de refugio la vemos también en los animales. Cómo confían, cómo se dejan llevar cuando están contigo, cuando tocan mare. Qué gran poder, y qué responsabilidad, ser refugio para alguien.
Que expresión tan bonita tenemos “tocar mare” y que bien lo has contado.
Encontrar refugio en otra persona. Qué recuerdos de mi niñez. Ahora lo siento con mis hijos, Isabel y lo has descrito muy bien: eres refugio para tus hijas. Qué calma tan profunda la que nos dan las madres. Siempre son ese refugio al que podremos volver.
Ha sido un placer leerte, Isabel.
Un abrazo