En el mes de febrero tracé un plan estupendo con amigas. Una comida, de esas que cuesta la vida cuadrar, seguida de tardeo. Un plan sin fisuras. De esas quedadas que son pura risa, pura sinceridad, pura terapia. Un plan que tendría que venir en los prospectos de los medicamentos, como la medicina perfecta y un remedio seguro para cualquier enfermedad.
Durante la conversación, dos de mis amigas contaron algo sobre sus hijas que me ha hecho reflexionar. Una de ellas, con dos niñas en pre y en plena adolescencia, hablaba de la actitud de las madres del colegio de sus hijas, pendientes en todo momento de cada paso que daba su descendencia.
Hasta tal punto era el control de las madres sobre sus hijas, con llamadas constantes durante una excursión a la nieve, que la hija pequeña tuvo que fingir que mi amiga le llamaba para no desentonar con el resto. Y es que, de hecho, le preguntaban extrañadas por qué su madre no la llamaba.
No negaré que nos reímos como locas ante la imagen de su hija fingiendo la conversación en el cuarto de baño pero la cuestión es hasta qué punto queremos ejercer una maternidad controladora o hasta qué punto nos fijamos en los demás y trazamos lo normal y lo anormal conforme a lo que vemos a nuestro alrededor.
Mi otra amiga nos contaba con cierta pena que su hija no salía los fines de semana. Y se lamentaba, tal vez con nostalgia, de la pérdida en experiencias que suponía para ella. Le decíamos (con nuestras copas llenas de vino y en plena camaradería) que no pasaba nada, que tendría tiempo para salir, que quizás el tipo de ocio que tenía a su alrededor no era lo que a ella le apetecía. Y que, aunque a veces nos cueste, nuestros vástagos (qué fuerte suena esto) tampoco tienen que hacer lo mismo que hemos hecho nosotras.
Y en este punto me gustaría quedarme.
Cuando estudié periodismo, de las pocas teorías de la comunicación que se quedó grabada en mi memoria fue la espiral del silencio. Una teoría propuesta por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann (esto lo he tenido que buscar) donde se estudia la opinión pública como una forma de control social en la que los individuos adaptan su comportamiento a las actitudes predominantes sobre lo que es aceptable y lo que no.
O dicho de otro modo. Lo que vemos a nuestro alrededor es lo que aceptamos como lo bueno, lo común. Si tú te sientes diferente o tienes una opinión distinta, tiendes a guardártela para no sentirte fuera de lugar o ser rechazado por el resto. A no ser que seas un bullas y te encante la gresca, que también es posible.
Quizás se me quedó grabada porque me sentí muy identificada con esa circunstancia y he podido comprobar cómo a lo largo de mi vida daba un paso atrás y guardaba discretamente mi opinión si era distinta a la del grupo.
El caso es que con esto de las redes, con la globalización, con el mundo tan interconectado en el que vivimos, quizás podemos vislumbrar que no estamos solos o solas, que quizás la hija de mi amiga necesita un tipo o una oferta de ocio diferente, que no por el hecho de no sentir o querer lo mismo que los demás eres el bicho raro del zoológico.
Está claro que llevar la contraria e ir contra corriente en el grupo no es fácil y menos aún a determinadas edades, pero me encantaría que esas personas que quizás no encajan pudieran pensar que tal vez no encajan porque no están en el sitio adecuado, o en el grupo correcto. Y que no nos tenemos que fustigar por ello, que ahora mismo hay “gente pa tó”, gustos y hobbies de todos los colores. Y no pasa nada. Y podemos encontrar nuestro sitio.
Solo hay que tener la mente abierta. Y pensar que hay muchas opciones. Quizás tenemos que hacer un esfuerzo por identificar eso que nos gusta, eso que queremos y nos hace felices e intentar ponerlo en práctica.
Qué bien os lo pasaríaisen esa quedada!! Lo visualizo!!
Quizá si la hija de tu amiga fuera como otras niña, vistiendo toda ajustá marcando el ponpis, o bebiendo en botellón mezclas de alcohol y fumando de todo, tampoco le gustaría a su madre. Quizá sí está en el grupo adecuado....
Gracias por tus reflexiones 🥰