—Adiós mamá, que te lo pases muy bien.
Cojo mi bolso y mis pequeños enseres del desayuno para descender 9 pisos en el ascensor. Arranco la moto. Me desplazo hasta el trabajo en un caos de tráfico. Estas semanas la ciudad parece más pequeña. Intenta estirarse, perezosa e incómoda, pero no consigue dar fluidez a todo el tráfico que recorre sus calles.
Ordenador, una presentación, unas notas… Llamadas de teléfono, explicación, apunte. Anotación. Mis tazas de té. Mis dos pantallas. Mi pequeño caos organizado. Termina la jornada y vuelvo a sumarme al tráfico.
Ya por la tarde, camino a buen ritmo para recoger a la pequeña. Observo los adoquines a mi paso. Los autobuses que hacen de lanzadera con las poblaciones cercanas hacen más densa la circulación. Vivo cerca de la estación provisional del AVE. Me cruzo con turistas que siguen llegando a la ciudad, o viajeros cargados con sus maletas rodantes, como pequeños caracoles con la casa a cuestas.
Avanzo entre las calles. La marea de color rojo me dice que ya han abierto las puertas de nuestro colegio. No llego la primera. Camino en dirección contraria a la masa. Pelotas de fútbol, bocadillos en papel de aluminio, niños cargados con la bolsa de la extraescolar de turno. Padres con carritos, adolescentes que comparten a gritos las anécdotas del día..
Caminamos de vuelta mientras merienda y me cuenta cómo ha ido el día. Es curioso cómo los niños alternan conversaciones interminables con todo lujo de detalles, incluso salpicadas de charlas y situaciones imaginarias, con un simple: bien. Normal. Todo bien. También en ocasiones con esa solicitud de anécdotas pasadas, contadas mil veces, como si esa repetición de algo reconocible les diera seguridad.
El atardecer avanza pintando de naranja los pisos altos de los edificios mientras sombrea las partes más bajas. Los semáforos se ven más brillantes. Nos cruzamos con madres y padres con niños en ese devenir de casa al cole y del cole a casa, salpicados de deberes, compras de material y manualidades. Con vocecitas reales de los niños e impostadas de los adultos. Queriendo estar de mejor humor, queriendo ser más joviales tal vez, más infantiles.
Con la voz de mi hija de fondo, hago un repaso mental de lo que tengo que hacer mañana. O de todas esas cosas que debería estar haciendo para ser más productiva. O para mantenerme más en forma. Meditar, pensar, parar, escribir, volver a parar, decidir, estar más presente, hacer ejercicio de fuerza, contar sin pereza las anécdotas pasadas a mis hijas, caminar, subir escaleras, beber más agua, hacer más ejercicio, pasear para clarificar ideas, nutrir de alguna manera la creatividad, terminar los ejercicios del curso que estoy haciendo…
—Que te lo pases muy bien.
Es la frase que antecede a cualquier separación. No hace falta que me vaya de casa. Solo hace falta la distancia que otorga una pared o unas horas de sueño. Si me voy a dormir, mi hija me regala sus buenos deseos. Un mantra que repite como 20 veces al día. Un colchón mullido entre sus deseos y la realidad, más áspera, más fría tal vez. Más real.
Como mantra no me parece nada mal. Poner el foco en pasarlo bien, en sentirme bien, tanto física como mentalmente. En cualquier situación.
Pero no es solo un enunciado. Después pide reportes. Es buena ejecutiva. Da una orden y espera respuestas, resultados.
—¿Qué has hecho hoy en el trabajo? ¿Te lo has pasado bien?
Qué niña más adorable ♥️ Ojalá nunca pierda la costumbre de seguir diciéndolo.
Mas que un mantra es una bendición diaria y una receta completa de buenos deseos.