Cuando tuve que escribir sobre mi padre me asaltaron un montón de dudas. Pensé que en mis letras tenía que estar representado el sentimiento de sus hijos, sus hermanas, sus amigos… Entonces me di cuenta de la enorme cantidad de prismas de una persona. De todo lo que, como hija, seguro que no llegué a conocer, ni siquiera a atisbar.
Y es que somos como un poliedro, con multitud de caras, con multitud de inquietudes, de pensamientos, de reflexiones. Con un bullir en nuestro interior que no cesa, aunque raras veces lo hagamos público. Porque hasta las personas más simples en apariencia, las más calladas, las más sosainas, tienen un volcán en su interior. Aunque quizás algunas no lo sepan o hayan hecho callar su rugir con el paso de los años.
En mi experiencia como madre me he preguntado muchas veces eso. ¿Qué parte de mí les estaré dejando ver? ¿Qué parte de mí les llega? ¿Qué les queda?
Porque hay aspectos que, siendo importantes para mí, dejaron de existir cuando nacieron ellas. Anulé una gran parte de mí. Mal hecho. Ahora soy consciente. De eso ya hablaremos en otra ocasión.
Ahora, con la mirada puesta en el retrovisor, me asombra que algunas cosas como el deporte no hayan estado presentes en este tiempo. Otras sí, como los libros, la escritura, los atardeceres, las flores o las pequeñas cosas. Porque creo que a mí me toca la parte de las pequeñas cosas, de las emociones, del sentir y el expresar.
Y es que hay personas eruditas, que nos asombran con su sapiencia y su verborrea, las hay experimentadas, con una visión de la vida que nos hace reflexionar, las hay sencillas, introspectivas, con silencios que llenan y acompañan. Las hay con una cultura y una memoria que asombra y otras con una risa contagiosa y una mirada alegre de la vida. Hay mil clases de personas y entre ellas, las hay con una sensibilidad tal que ven más allá de lo que se muestra ante sus ojos.
Y de todas ellas podemos aprender.
En el caso de mis hijas me gustaría que aprendieran a centrar su mirada en esos pequeños placeres, nimios muchos veces, que nos hacen felices. En crear momentos, en disfrutar del presente. En reconocer pequeñas cosas que les llenen y que van a estar ahí, independientemente de las vueltas que dé la vida.
Muchas veces me pregunto si lo estaré consiguiendo.
Volviendo a los prismas y a las caras, solemos mostrar una diferente en cada ámbito de la vida. Parece razonable. Adoptamos el rol que toca y nos ponemos a ello. Sería interesante hacer una encuesta sobre nosotros en los distintos ambientes y comprobar si en cada uno arrojamos una energía y una personalidad diferentes. O, por el contrario, nuestro ser traspasa nuestros poros allí donde estemos.
A veces nos escondemos. Quizás por sentirnos vulnerables, quizás por miedo a ser descubiertos, a quitar las capas que hemos ido acumulando con los años.
En ocasiones, quizás pensamos que conseguimos engañar a los demás comportándonos de determinadas maneras cuando en realidad no hace falta. No hace falta fingir, sino coger carrerilla y mostrarnos tal cual somos. Porque está bien ser como somos.
Con cada una de nuestras caras.
Sin intentar aparentar algo que no somos.
El otro día, durante la Semana Santa, mi hija pequeña vino con una campanilla (una de esas florecillas rosas que se estropean con solo mirarlas) en un pequeño jarrón con agua.
—Toma mamá. Para ti. Ten cuidado porque es muy frágil —me dijo.
Al día siguiente, mi hija mayor se despertó al amanecer. Nos encontramos de camino al baño.
—Mamá, ¿has visto qué luz? —me preguntó.
Y sonreí.
Algo sí les está llegando.
Claro que les está llegando. Más de lo que te imaginas. Tu eres su referencia. Afortunadas ellas 💝😘
Mis inseguridades, mi timidez,....