Al intuir la casa a oscuras, entro de puntillas tras una cena con amigas. El silencio, salpicado de leves rumores del sueño, inunda cada una de las habitaciones. Me asomo al sofá para ver si Max (nuestro perro) se ha colado entre los obstáculos que le ponemos para evitar el ascenso. No está.
Miro en mi habitación donde su cama reposa al lado de nuestro armario. Desocupada.
Lo busco en la habitación de las niñas. A veces se aposta entre las dos camas, como en una guardia nocturna. No es así en esta ocasión.
Sigo mi búsqueda. Con la linterna de mi móvil ilumino debajo de la mesa de mi ordenador, donde a veces se cobija. Ahí está. Se ha incorporado y me mira sin verme. Dos círculos opacos rellenan sus pupilas y le dan un aspecto de invidente. Debe de ser efecto del exceso de luz. Me acerco a él, dejo que me huela la mano y se activa de inmediato. Como un muñeco de madera que de pronto recupera la vida.
Mi humilde afición a la fotografía me ha enseñado la importancia de escoger el momento exacto, la luz precisa. Si te esperas, si te duermes, si lo dejas para otro momento, pierdes el efecto que habías buscado. Es solo un instante. Solo tienes esa oportunidad en ese momento concreto. En otro momento, podrás hacer la foto, pero será diferente.
Con los textos pasa algo parecido. No es tan drástico pero sí es cierto que en ocasiones los textos caducan, como caen las hojas de un árbol, como se desvanece un sentimiento inesperado de alegría, como el éxtasis conduce inevitablemente a la calma.
Y es que llevo pensando mucho tiempo la siguiente frase: Max es mayor, pero él no lo sabe. Fue la respuesta que le di a mi hija cuando me preguntó si nuestro perro era consciente del paso del tiempo.
Max es mayor pero no lo sabe. Porque sale disparado a ladrar como si fuera un perro de presa cuando escucha algún ruido aunque el cuerpo a veces no le responda, porque corre divertido detrás de la pelota como cuando era un cachorro sin medir sus fuerzas, porque nos espera incansablemente a la vuelta del trabajo y se alegra, impertérrito, día tras día. Porque permanece atento a nuestros gestos, a nuestras palabras, como el espectador de un show non-stop mientras su pelo se llena de canas.
Ahora, sin embargo, ese énfasis que ponía en cada cosa se ha ralentizado.
Mi perro envejece. No sé si lo sabe. No sé si es consciente. Pero ya no actúa con la ligereza de hace un tiempo. El tiempo de esa frase que dibujaba en mi mente ya ha pasado.
Ahora Max guarda energías, se refugia en rincones más a menudo, busca compañía durante la noche, duerme mil horas al día, se mueve más lento y mira fijamente una pared o el horizonte. Se resiente si damos largos paseos. Verbaliza cada movimiento.
No tolera igual los viajes largos en el coche. Come menos y más despacio. Ya no sufre con las mascletàs*. Se tropieza al subir las escaleras. Bambolea sus piernas traseras cual corista cuando se aleja. Sigue reclamando su sitio en el sofá, aunque a veces no acierte a subir.

Max llegó antes que las niñas. Lo adoptamos en una protectora. Era lo más parecido al tipo de perro que buscábamos. Ha crecido con nosotros, como una pieza más de la familia, como un eslabón más de una cadena. Con su propia personalidad. Aguantando paciente el crecimiento de los dos seres que llegaron después que él y que no han conocido una vida sin perro.
Ver el efecto del paso de los años en su cuerpo es un reflejo de nuestro propio crecimiento, de cómo el tiempo se nos va de las manos, de cómo pasa para todos, sin que podamos pararlo.
Dicen que los animales condensan en pocos años lo que los humanos vivimos en una vida. Tal vez porque quieren sin esperar nada a cambio. Porque viven sin preocuparse de lo que hicieron ayer o de lo que no podrán hacer mañana. Porque son y están en el momento presente.
Mi perro envejece, pero sigue mirándonos como si fuéramos los artistas principales de su obra preferida.
Y busca nuestro abrazo.
Y se alegra de vernos.
Como cuando era un cachorro.
Pd. Llevaba tiempo queriendo escribir sobre la faceta de mi perro de envejecer sin darse cuenta. No lo hice a tiempo. No quería que se me volviera a pasar la oportunidad de tenerlo como protagonista de una carta.
Feliz semana.
*Nota.
Una mascletà es un espectáculo pirotécnico ruidoso propio de las Fallas (fiesta de Valencia declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO). En estas fiestas el ruido de los petardos tiene un gran protagonismo. Muchos animales lo pasan mal esos días. Cuando se hacen mayores, agradecen haber perdido oído durante esas fechas.
Me encanta lo que escribes, porque no me había detenido a pensar en que ellos no son conscientes de muchas cosas por su pureza y naturaleza. Mi Zlatan (chihuahua )ya tendrá unos 14 años, y sigue defendiendo la casa como el guardián salvador que siempre ha querido ser, con la diferencia que ahora, después de unos minutos vuelve al regazo a dormir.
Son una cosa hermosa los perros, y es impresionante lo importante que se vuelven en la familia.
Por cierto, ¡Max es una belleza!
Lo que dices que los textos caducan, me recuerda a eso de que las "ideas existen en otro plano y que sobrevuelan entre nosotros; que hay que cazarlas al vuelo y hacerlas realidad, si no otro las cazará". Creo que esto se lo leí a Rosa Montero... No es el texto exacto, claro... Es la "idea" (😜)
Y también lo siento así. Los textos, las ideas, son luces que van y vienen. Y nunca son las mismas del instante en las que surgen. O las cazas en ese momento o buscarán a alguien que las materialice.
Tu perro bien merecía esta carta.
Feliz tercer puente.