Esta semana me he retrasado en el envío de esta newsletter. Os pido disculpas. El retraso es coherente con lo que está siendo este mes de diciembre. Voy dando tumbos como boya en el mar, removida por estas fechas, zarandeada por las obligaciones, los compromisos, la logística… (Me ha gustado más la metáfora del mar que la del pollo sin cabeza, bastante menos poética).
Veo que no es una situación aislada. Muchas personas a mi alrededor están algo tocadas también por estas fechas. Es un tiempo extraño que te puede encumbrar de felicidad del mismo modo que te hunde en la miseria al voltear la esquina. Un adorno, una canción, un recuerdo, una situación inesperada, mil compromisos o la convivencia muchas veces forzada.
Sin querer generalizar, muchas personas seguro que coincidís conmigo en que la ilusión de la Navidad es inversamente proporcional a la edad del individuo. Cuanto más joven, más brillante y sorprendente. Las luces, las sorpresas, la magia. Todo brilla.
Con la edad, los brillos se atenúan, tu ser racional empieza a cuestionar la magia; llegan las ausencias, la nostalgia. Aunque nos agarremos también a ese resplandor que irradian los niños.
Yo aún creo en ella. En la magia. Y la invoco en cuanto puedo para ver si me contagio de ella, a pesar de otras mil cosas que convierten mi suelo en un mar sin calma.
También salen a mi encuentro muchos talleres y cursos relacionados con hacer balance y con analizarse a una misma para encontrarse. Yo hace un tiempo que no hago balances, o los hago pasados unos meses. Y con respecto a los cursos de redescubrimiento, me atraen y me inspiran al tiempo que activan un miedo a encontrar algo que quizás prefiero siga oculto. Cobardía grado 10, supongo.
Hablando de miedo, estos meses estoy observando cómo una persona cercana está lidiando con un miedo tan irracional como paralizante. Y me he preguntado cómo aparecen los miedos. Y he pensando en su capacidad para crecer y hacerse gigantes. En ocasiones son raras asociaciones de ideas que van tomando forma en tu cabeza. Una semilla que crece alegre si no le pones freno. O mejor, si no lo cuestionas. Porque el miedo se hace fuerte. Y existe.
Porque tu cerebro lo activa ante la creencia de un peligro inminente.
Que puede ser real. O no. Para tu cerebro es lo mismo.
Y esto no pasa solo en los niños. Los adultos vivimos constantemente con miedos. A que ocurra algo malo, a que no salga un proyecto como esperas, a un problema de salud, a estar sola, a sufrir, a volar en avión, a vivir en tus carnes el fracaso… a mil cosas.
Recuerdo que la profesora de una de mis hijas me dijo hace algunos años que un truco para desmontar el miedo era usar el humor. Si tu hijo o hija tenía miedo a un monstruo que imaginaba en su mente, un remedio infalible consistía en que tu peque se imaginara ese monstruo con atributos que no le correspondían. Una nariz de payaso, unos pelos de colores, una flor en la solapa, un sombrero con una sonrisa idiota…
Automáticamente parte del miedo pierde su poderío. Tu mente le quita parte de su fuerza. El miedo se desmorona.
Tal vez es un buen remedio. Imaginar esa situación que te agobia tanto y ponerle humor.
Ya me contarás si funciona.
PD. Ando algo atolondrada estos días. Sin tiempo de llegar a todo lo que quiero. No tengo claro si podré mandar estos días otro texto o me cojo un pequeño descanso. Si no nos leemos, Feliz Navidad. Y si nos leemos, también.
O tal vez haga un curso de esos y aparezca una versión distinta de mí misma. Todo es posible.
La conversión del objeto del miedo en humor es objeto de atención en una de las películas de Harry Potter. El hechizo era "¡Riddikulus!" (o algo parecido). Es el poder de la magia (que se note que tengo un hijo mago, jeje)-.