Hoy he visto el mundo de colores
Cartulinas listas para dibujar, pequeños carteles decorados con estrellas y corazones, letras de trazo grueso que anuncian cumples sobre dibujos de tartas con velas. Pequeños pupitres repletos de libretas nuevas. Una biblioteca de préstamo, un cartel de bienvenida a los papás y a las mamás…
Hoy he visto la clase de mi hija de 9 años a través de sus ojos. En el que también fue mi colegio (en mi caso mi instituto) hace ya muchos años. Un cofre de tesoros en el que se entremezclan nervios, ilusión, amistades, charlas, frustraciones, anhelos, trabajos, rasguños, faltas de ortografía, dictados, almuerzos, juegos y muchas confidencias. Con miedos que aparecen unas veces y se desvanecen otras.
Y colores, muchos colores.
Se ve distinta la vida desde esta perspectiva. Amplia, misteriosa, desconocida. Eterna tal vez. Tienen todo por descubrir. Todo por hacer. Es una auténtica hoja en blanco.
No entiendo muy bien el milagro que obran los y las profesoras para que mantengan vivos esos colores en el cole; para mantener esa ilusión, esa armonía que muchas veces se disipa cuando entran en contacto con hermanos o con personas ajenas a esa burbuja de ilusión.
Porque hoy he presenciado también cómo esa burbuja de color pastel unas veces y de color fosforito otras, chocaba con la energía gris que solemos arrastrar los adultos. Ilusión en forma de polvos holi que no consigue impregnar todo, que se queda en esas cabecitas y en esos cuerpos llenos de promesas.
Últimamente estoy escuchando ideas sobre el concepto de energía. Somos energía. En distintas frecuencias. Y es que, con seguridad, nuestras peques viven, sienten y perciben una frecuencia distinta, en la que deberíamos meternos más a menudo. Una frecuencia más estrecha seguramente, que no capta el vaivén de pensamientos, preocupaciones y quehaceres que conviven en la frecuencia de los adultos.
Afortunadamente.
Y es que a medida que crecemos dejamos pasar los colores. Permitimos que se apaguen poco a poco. Dejamos que el gris y el negro ocupen más espacio en nuestras vidas (menos Agatha Ruiz de la Prada). Asumimos que es lo que toca. Lo veo incluso en mi otra hija más mayor. Cómo esos colores brillantes y vibrantes dejan paso a otros algo más apagados.
Creo que muchas personas ancianas vuelven a detectar esa frecuencia, vuelven a percibir la realidad en una franja más estrecha y ven, seguramente con la sabiduría que da la experiencia, que hay muchas cosas que consideramos durante un tiempo importantes que en realidad no lo son tanto. Y se sienten atraídos por la vida en mayúsculas. Por la vida sin más. La de los colores vivos de la infancia.
Ojalá sepamos mantener esa ilusión. Ojalá mantengan intacta esa inocencia, esas ganas, esa sorpresa ante cosas que, erróneamente y en la distancia, parecen nimias. Ojalá, por otro lado, conectemos más a menudo con esa frecuencia.
Porque la vida, tengas los años que tengas, debería ser de colores. O mejor dicho, es más divertida de vivos colores.
Hoy he visto el mundo desde otra perspectiva. Y también existe. También es real.
Hoy he visto el mundo de colores.