Andrea observa a cada una de las personas que esperan con ella en la sala. Miradas ausentes centradas en pequeñas pantallas. Cuchicheos. Le ha llamado la atención uno de los hombres que ha entrado. Va solo. Parece algo ausente, como si no le tocara estar ahí. Se ha sentado cerca, pero no lo suficiente para poder entablar conversación. La distancia no le impide observarle fijamente.
Él parece desubicado con sus gafas de pasta. Tal vez viene a esperar a alguien. Quizás un resultado.
Andrea le mira por el rabillo del ojo. Ve su oreja tostada por el sol. El cuello firme, poblado de vello rubio. La piel tersa. La camiseta blanca contrasta con el moreno de su piel. Hombros anchos, brazos fuertes, reloj deportivo. Es joven, debe de practicar algún deporte al aire libre, —se dice.
Por un instante le parece percibir el aroma de su perfume. Huele a limpio. A mar. A ducha de la mañana, a colonia fresca. Cierra los ojos y le parece estar viendo una escena de surf. Y siente por un momento la brisa del mar, el roce de las olas, la arena caliente pegada a su piel.
Observa sus zapatillas, usadas y limpias. Sus piernas, largas. Y se imagina en su regazo contándole cómo ha pasado el día y cómo ha ido esa impertinente revisión que le hace tambalearse cada seis meses. Se visualiza riéndose con él. Sintiendo su abrazo.
Mira sus manos. Grandes. Dedos largos, uñas cortas. Lleva varias pulseras de cuero en la muñeca. Hace movimientos repetitivos con las manos. Las frota, se toca el reloj, acaricia una a una las pulseras. Como un rosario en busca de calma.
Andrea imagina que estira su brazo y toca imperceptiblemente su pantalón. Le gusta fantasear con ello. Es como si le conociera. De otro tiempo, de otro lugar, de otra vida.
—Si me mira. Si por un momento se fija en mí, me reconocerá.
La enfermera sale de la consulta para decir un nombre. Por un instante, la energía de la sala cambia. Un movimiento imperceptible de cabezas que se yerguen, que atienden de pronto. Un silencio que se vuelve tenso.
Él apoya la espalda en el respaldo. Mira al techo. De pronto, como si hubiera recordado algo, gira la cabeza en un gesto rápido y la ve. Con su pelo cortísimo rubio platino, con sus cejas despobladas, con esa piel pálida y fina, con esos ojos grandes que le miran risueños e interrogantes. Por un instante, asoma una sonrisa a su rostro bronceado.
Andrea le mira y dice:
— Vámonos a algún sitio. Al mar, a ver las olas. No quiero estar aquí.
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