El pasado 19 de diciembre tuve un accidente con la moto. El coche de delante giró bruscamente animado por las señas de un gorrilla y no fui capaz de esquivarlo. Me topé con el lateral del coche y caí al suelo.
Mientras yo gritaba algún improperio, el conductor apartó el coche y salió corriendo hacia mí mientras gritaba:
- Señora, señora, ¿está usted bien?
Me levanté con las manos y las piernas temblorosas y le dije:
- Venga, ayúdame a levantar la moto.
Lo más irritante de toda esa situación fue que me llamara señora y de usted. Un tipo que, según vi luego rellenando los papeles, tenía tan solo 9 años menos que yo. Deteriorada debo de estar, pensé.
Superado ese trance fui otro día con la moto al taller. Para mi sorpresa, mi moto, que yo tenía como algo reciente, tiene ya 16 años y para el mercado y según me dijeron en el taller “no vale nada”.
Paralelamente, en mi empresa contrataron por aquellos días a un centenar de personas de veintipocos años. Vamos, que cualquiera de ellos podría ser hijo o hija mía, si es que hubiera hecho las cosas en tiempo y forma para algunas personas.
En aquellos días tuve la revelación del paso del tiempo. Fue como darme cuenta de repente de que soy mayor. Vaya revelación diréis. Fui consciente de que asumimos sin querer que estaremos aquí, que las cosas no envejecen, que pasa el tiempo pero pasa por nuestro lado, sin tocarnos demasiado. Y, sin embargo, os puedo asegurar que las caídas ya no son lo que eran. Que hay cosas que cambian. Y mucho.
Y es que, aunque lo sepamos racionalmente, aunque seamos muy conscientes, año tras año, de que el tiempo va pasando, nuestro yo más interno, nuestro yo más yo, nuestro espíritu, el yo que habita en este cuerpo que va sumando años es el mismo de antes. El mismo que soñaba que sus padres le compraran un hula hoop, el mismo o la misma en este caso que paseaba en bicicleta, que sentía ilusión, frustraciones, que ha ido evolucionando a lo largo de la vida.
Estoy segura de que las personas mayores (no como yo claro, que soy super joven), las que tienen 80 o 90 años, se sienten internamente igual que cuando eran niños y por ello es tan desconcertante el paso del tiempo. Porque nuestro yo real no envejece. Crece, madura, evoluciona pero no muere. Supongo que esa es la razón por la que me intriga el paso del tiempo y me da miedo. Y no entiendo muy bien cómo las personas estamos y dejamos de estar, cómo nuestras almas suben y bajan y el resto queda.
El otro día mi hija pequeña me dijo que le rondaba un pensamiento en la cabeza que no podía quitarse. No entiendo que solo vivamos esta vida, me dijo. Ahí es nada. Me lie la manta a la cabeza para contestarle. Lo que no le dije es que yo tampoco lo entiendo.
Cuando voy a un museo y veo un cuadro que alguien pintó en el año 1800 por ejemplo, cuando aprecio una escultura, cuando paseo al lado de una muralla, o por un casco antiguo… pienso en las personas que pasaron por allí, los olores, las esencias, la luz.. y me cuesta entender que veamos solo esta cara del mundo. El que nos ha tocado.
Y esto os lo cuento el día de mi cumpleaños. Con un ramillete de flores silvestres delante y un té bien caliente. Un cumpleaños que voy a celebrar, por supuesto, y que suma años a mi coraza pero pocos a mi yo más yo, que seguirá ahí dentro, con la ilusión de que le compren un hula hoop.
Recuerdo cuando empecé la universidad y los de último curso me parecían súper mayores, cuando yo llegue a esa edad no me sentía mayor...esa sensación se repite a lo largo del tiempo y cuando salgo con mis amigas, todas ellas más jóvenes, no noto diferencia, cuando hay resaca si, ahí si. Ojalá poder vivir sin pensar en el paso del tiempo. Te sigo desde hoy😉
Cierto. El yo siempre cree ser el mismo. Y que cumplas muchos más