A veces andamos algo despistados con la gestión de las emociones. Nos movemos con cierta normalidad ante hechos cotidianos. La alegría, la tristeza, la ira, la frustración nos suelen acompañar en nuestro día a día y nos ayudan a mostrarle al mundo cómo nos sentimos.
Sin embargo, en ocasiones observo cómo un pequeño interruptor en nuestro cuerpo deja de funcionar con la misma precisión cuando intentamos hablar sobre un acontecimiento que nos sobrepasa, o sobre uno que no esperábamos y no hemos sabido digerir.
Recuerdo una ocasión en especial cuando era niña. Teníamos una gata en el chalet que murió de forma trágica atacada por unos perros. Escuché de lejos cómo la vecina relataba lo sucedido a mis padres, con una serie de detalles que mi cerebro y mi cuerpo rechazaron y grabaron con la misma rapidez. Recuerdo el momento exacto. El dolor que sentí y cómo mi cuerpo quería huir de ese instante, de ese lugar.
Cuando llegué a casa horas más tarde, se lo conté a mi hermana. Y lo hice con una sonrisa. Algo dentro de mí se sorprendió de la reacción de mi boca, de aquella traición. Incluso hoy siento rechazo por aquella respuesta. Mi cuerpo no encontró en aquel momento el gesto correcto, la palabra adecuada. Quizás fue una maniobra defensiva. Tal vez mi cerebro pensó que si decía esa misma frase con otro gesto en la cara, todo mi cuerpo se derrumbaría.
A pesar de lo que parecía querer decir aquella sonrisa, lloré no sé si 500 o 1000 noches por aquel suceso y aquella gata. Lo hacía a solas, en mi habitación, cuando me iba a la cama y las luces de la casa se apagaban. Cuando nadie me veía.
He visto ese mismo mecanismo extraño en mis hijas. Ante sucesos desproporcionados o dolorosos, su cerebro les manda una sonrisa desafortunada, una risa o un chiste a destiempo. Algo así como el intento o la necesidad de cambiar esa energía de un plumazo. Con poco sentido y sin ningún éxito. Y con la incomprensión de los demás como respuesta.
Y ante una catástrofe como la que ha asolado varios pueblos de Valencia, hay muchas personas que andamos con la lágrima pegada, sin asomar siquiera, con el ánimo encogido y un peso en el pecho, con ese sentimiento de no estar haciendo suficiente, y sin poder expresar con exactitud lo que sentimos. O con miedo a no hacerlo correctamente y que un interruptor delate una vez más su mal funcionamiento.
Pd. Los abrazos son un buen sustituto de esas palabras que no encontramos. Abrazos que dicen mucho más que cuatro palabras mal puestas. Si no sabes qué decir, una caricia, una mirada, un abrazo sincero pueden ser la mejor de las respuestas.
lo expresaba de maravilla en su newsletter del pasado viernes.
Gracias por este escrito, Isabel. Y, por supuesto, gracias por esa mención final que no esperaba. A veces, las palabras y las emociones se nos traban, pero los abrazos suelen ser una manera muy pura de expresarse.
Muy bonito, cierto y acertado.