Los hospitales tienen algo de casino de las Vegas, el lugar que nos acogió como primera parada en un viaje a la costa Oeste de Estados Unidos.
En aquella otra vida.
Alquilamos un coche y recorrimos miles de kilómetros. Pero eso sí, comenzamos por un escenario extraño, un decorado de cartón piedra, de luces, de un sol abrasador. Un lugar curioso, algo hostil, diseñado para asombrar y entretener.
Me sorprendió en aquel momento encontrar a personas que pasaban horas y horas en los casinos, la desorientación que te producía su iluminación estudiada, el helor al cruzar sus puertas. Siempre era de noche, siempre era tiempo de juego, siempre sonaba música o te acompañaba el sonido de las máquinas.
No he vuelto a ir a un casino y ni siquiera probamos suerte en uno de ellos, pero siempre que entro en un hospital tengo una sensación algo parecida. Cuando ingresas, tanto como si eres paciente como acompañante, no sabes cuándo vas a salir. Hay un momento en el que no distingues el día de la noche. Las horas se eternizan, los minutos desaparecen.
Entras en el edificio como si accedieras a otra dimensión, con una temperatura diferente, con una energía distinta, con un olor particular, con el ánimo encogido. Puedes toparte tanto con caras de preocupación como de alegría. La muerte y la vida se dan la mano en quirófanos contiguos. Unos que llegan, con llanto y sorpresa, otros pelean por quedarse, con dolor y fatiga.
Los hospitales tienen algo de tristeza y alegría, de desesperación y esperanza, de democracia absoluta. Tras sus puertas todos somos un poco más iguales, nos enfrentamos al azar de la enfermedad y de la salud, como un jugador se enfrenta al triunfo o el fracaso ante el crupier que reparte las cartas de póker.
Los hospitales son algo así como un espacio sin tiempo, sin medida, con su propia existencia. Una realidad paralela, llena de personas que se mueven cómodas en esa nueva verdad salpicada de vendas, dolores, analíticas, goteros y resultados. Mientras, tu cuerpo acepta que es paciente, espera su turno, agacha las orejas, se revuelve también un poco, demanda irse a casa.
Me asombra siempre la entereza de sus profesionales. Su rutinario comportamiento ante la desdicha, ante el miedo, ante el dolor, ante el pavor aterrorizado de un niño. Y ante el de un adulto. Porque ante la enfermedad y el dolor creo que todos somos algo niños. Sorprendidos ante nuestra propia vulnerabilidad, asoma nuestra niña interior, la que agacha la mirada esperando una respuesta. La que siente temor ante lo desconocido.
Y me asombra y me admira que no se derrumben, que su empatía no les haga sentirse mal todo el tiempo. Que tengan ánimos de reír, de comentar, de levantar energías gachas cuando entran en cada una de las habitaciones.
Me gustaría tener ese superpoder en forma de fortaleza.
Pero no la tengo, no sirvo.
Una pena.
Los hospitales me acogen y me aterran a un tiempo. Entro en ellos con tiento, sin querer permanecer mucho tiempo, como de puntillas, para que nadie note que estoy ahí, para que la suerte no gire en mi contra y me busque.
Sé que es tontería porque no habría mejor sitio para que me encontrara y poder salvarme.
Pero no, no quiero.
Pd. Mi padre pasó su vida entre las paredes de un hospital, que se convirtió en su segunda casa. No lo hizo como paciente sino como profesional. Los hospitales, en este sentido, tienen algo conocido y reconocible para mí. Son algo así como de la familia.
Yo conocí una faceta diferente de mi padre entre aquellas paredes. Creo que allí era más feliz. Siempre me ha admirado la capacidad de esos profesionales de poner una sonrisa y ofrecer cariño a los pacientes. Lo dicho: un superpoder.
Yo me quito el sombrero.
Pd2. Envidio esa capacidad para incidir en la vida de las personas.
Y es que hay profesiones y profesionales que marcan la diferencia.
Pd3. Este mes de abril hemos visitado el hospital. Algo ya previsto. Todo bajo control.
Nunca había pensado en un hospital como un casino y me parece una comparación curiosa.
Ahora me veo como una médico-croupier repartiendo cartas -salud, muerte- a los pacientes. Sin embargo, si fuera así, ya se sabe que el casino siempre gana, y todos los jugadores/pacientes canjearían sus fichas por salud. Ojalá fuera así de fácil jugar…
Te deseo que salgas del casino victoriosa.
Un abrazo
Esta semana parece que el tema me acompaña. Por suerte no he tenido que ir al hospital ☺️, pero llevo días enferma y hoy es el primero que puedo leer sin marearme y sin que se me caiga el móvil de las manos.
Qué curioso, mi padre también ha trabajado toda su vida en un hospital. Era un hospital psiquiátrico donde internaban a los enfermos crónicos y con un tratamiento podían llevar una vida más o menos normal. Uff lo que habremos escuchado. 🤣. La verdad que como bien hay dicho hay profesiones y profesionales. Y los segundos marcan la diferencia en todo.
Un abrazo Isabel