La primera vez que le vi, me evocó a un derviche necio dando vueltas en un rincón del parque. Su aspecto distaba mucho de esos danzarines, pero había algo en su manera de actuar, con pasos lentos y estudiados, que se asemejaba a una coreografía.
Hacía círculos en el aire con una mano y un palo cubierto de agua y jabón. Como por arte de magia, aparecían pompas gigantes que flotaban en el aire durante segundos y creaban una imagen hipnótica.
Cual flautista de Hamelin, decenas de niños aparecían de la nada, vitoreando y pululando alrededor, a la caza de las pompas gigantes. El chico seguía durante horas con su extraña danza, tuviera o no espectadores.
La primera vez que presencié la escena pensé que ese chaval de pelo con rastas y ropa holgada estaría de paso. No sé por qué asocié su afición a una vida nómada, a un pasar por lugares como Berlín, - donde yo me encontraba de Erasmus en aquel momento -, como un juglar en la Edad Media.
Dejé el parque ese día y no regresé a él hasta dos semanas después, momento en que presencié de nuevo esa danza pausada, el revoloteo de los niños, su gesto tranquilo y satisfecho.
La imagen de las pompas de jabón me perseguía. En cuanto me alejaba, esos círculos en el aire, esa calma, esa apariencia de plenitud, me hacían volver a ese instante una y otra vez, como una de esas niñas que vitoreaba a su alrededor.
Sin darme cuenta, incorporé esa escena en mi rutina, deshaciendo mis pasos desde la universidad para contagiarme de ese ritmo lento, de esa libertad que parecía guiar sus movimientos y su manera de actuar. Como si esa escena pudiera compensar la prisa con que el mundo parecía moverse en aquel momento y darme algo de paz.
Y fue así como Igor entró en mi vida. Con su pelo largo y enmarañado, sus ojos azul cielo y una sonrisa que se me clavó en el corazón en el mismo instante en que se dirigió a mí con su extraño acento.
Entablamos una relación tan etérea como sus pompas de jabón, tan relajada como su manera de actuar. Una amistad que me salvó en aquel momento de mi propia urgencia, que me enseñó otra manera de caminar por la vida. Que me regaló momentos que aún conservo bien guardados en mi pecho.
Hace mucho que no sé de él. Perdimos el contacto. Pero desde aquel tiempo, cuando la prisa aprieta, mi mente vuelve sin falta a aquel lugar y a aquel momento.
Y me pongo a hacer círculos en el aire.
Con los pies en el suelo.
Pd. Hoy me he retrasado un poco. El verano, que aprieta.
Feliz semana.
Qué importantes son algunas personas. Cómo cambian nuestra mirada, nuestra forma de ver las cosas. Ojalá siempre haya personas así, que nos ayuden a parar, a detenernos un instante, a no correr, a marcar nuestro propio ritmo.
No te preocupes por el tiempo, Isabel, aquí todos te esperamos encantados ☺️.
Gracias por escribir.
Un abrazo fuerte.
Sin duda, hay que ralentizar nuestra vida, precisamente porque pasa demasiado deprisa. El verano es el tiempo más propicio para ello. Un cordial saludo