¿Recuerdas cómo era la vida antes de los móviles?
Si no la has vivido, ¿te imaginas cómo era?
Era otra realidad en la que éramos dueños de nuestro espacio y nuestro tiempo. En la que no estábamos localizables. En la que recibíamos llamadas al fijo en casa sin conocer quién nos llamaba. Una aventura increíble.
O llamábamos a las amigas o a algún amigo más especial en el teléfono del pasillo, bajando la voz cuando alguien de la familia pasaba por allí; estirando el cable ensortijado del teléfono, que nunca era tan largo como en las películas americanas, para llegar a un rincón con algo de intimidad.
Una época en la que no te podían llamar estando en la calle. Salías de tu casa y eras inalcanzable. Para bien o para mal. Nos movíamos sin estar pendientes de un aparato y de las personas conectadas a través de él. Teníamos todo un mundo (real y próximo) a nuestro alcance. Un lujo ahora impensable y extraño si lo piensas con detenimiento.
Más tarde aceptamos como aliados al móvil primero, y a los smartphones después. Artefactos que nos acercan a mundos externos, a una comunidad infinita, con los que llamamos menos que nunca (se habla ya de la Generación muda, que prefiere comunicarse en diferido y considera las llamadas de voz una forma de comunicación intrusiva) y con el que, a través de aplicaciones como WhatsApp, podemos contactar con el número de personas que queramos en tan solo unos segundos.
En la actualidad, ya no es solo que alguien pueda contactar contigo. Ahora aceptamos una intromisión constante, la exigencia de la inmediatez, de estar localizable, de tener que dar señales de vida como respuesta a cualquier pequeño mensaje. Como integrantes de un juego constante de Paintball que son alcanzados por bolas de tinta.
Ya no hay tiempo para ir al baño, para perderte por un barrio, para desconectar hasta de ti misma. WhatsApp se ha convertido en la nueva dictadura. Ahora estamos conectadas con cientos de personas que nos reclaman, que no esperan, que necesitan una respuesta o una confirmación inmediata de que has visto su bola de tinta.
Esa inmediatez está cambiando las reglas en nuestra sociedad actual, con una cada vez menor tolerancia a la frustración, con menos paciencia, con más exigencia.
Mi hija se ha ido a su primer campamento este verano. Los padres y madres convivíamos en un grupo de 181 participantes (literalmente) donde esperábamos con ansiedad las fotos, videos y comentarios de nuestros infantes en esta experiencia.
Una madre me comentaba con alivio que en este campamento informaban puntualmente de las criaturas y que de ninguna manera los llevaría a esos otros en los que no informaban en 15 días. Y es que WhatsApp es el nuevo cordón umbilical en forma de píxeles. Una comunicación adictiva de la que es difícil prescindir.
Una comunicación abundante y en muchos casos excesiva. Como esos envíos de miles de fotos en los distintos grupos. Imágenes y datos que se convierten en basura digital. Información que compartimos en muchas ocasiones sin ningún criterio, que ocupan nuestro tiempo y nuestro espacio tanto en los dispositivos como en la nube.
La gran cantidad de información que almacenamos en la nube se guarda y procesa en potentes centros de datos, servidores que están conectados 24 horas al día, 365 días al año.
A día de hoy, se estima que los centros de datos representan alrededor del 1% del consumo global de electricidad. Por comparación, un consumo mayor al de algunos países como Suiza o Noruega. Y lo más preocupante es, que ante el aumento exponencial de usuarios y el crecimiento del uso de internet, varios estudios apuntan a que en 2030 podría llegar a representar hasta el 8% de la demanda global total de electricidad. (Fuente: Orange).
Últimamente me han llegado diversos artículos sobre basura digital. Un concepto que desconocía. Como siempre, lo complicado es lograr el ansiado equilibrio.
Creo que vale la pena pararse a analizar de vez en cuando qué uso hacemos de nuestro tiempo y nuestros dispositivos; hasta qué punto nos condicionan nuestro día a día, qué aporta realmente que comparta esto o aquello. En mi caso creo que es positivo racionalizar la vida, los recursos, las rutinas… ser más consciente de que en la mayoría de los casos menos es más. Valorar lo que sí me aporta y separarlo de lo que no.
Y tener en cuenta la finitud de todo a nuestro alrededor, incluso de la nube.
Feliz verano.
PD: Ups, este mail pasa a formar parte de esos millones de datos compartidos por segundo que pasan a la nube. Espero que te aporte algo positivo. Gracias por leerme.
Y qué miedo da lo que cuentas! Yo viví con aquellos teléfonos de rizos de plástico. Se echan de menos. Mucho.
Mi hija este año ha hecho su tercer campamento de verano. Desde allí solo se comparten fotos mal disparadas en las que tienes que adivinar que ella está ahí. Son, lo que yo llamo, pruebas de vida, porque poco más comunican... Un tercer año hace callo. Y te das cuenta que whatshap no es tan necesario. A disfrutar de verano... (des)conectada. 😘